Nombre de gremio

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  • Alatriste no me disgusta, es que lamento decir que no conozco la saga, por lo cual no puedo sentir un alo de identificación. Si Salva me cuenta algo de ello pues tal vez pueda pensarlo mejor :p. Por otra parte no creo que estemos tristes, salvo porque tarda en salir el juego xDD

  • yo la verdad tampoco se de que va pero mola el nombre

  • wenas
    Pues viendo lo leido, para que compricarse la vida, somos todos hispanos, no?, pues por que no llamarnos simplemente así, HISPANOS, je je

    Aunque reconozco que mi corazoncito ta con Alatriste, nu se por que será. :x :x

  • El nombre que propongo para el gremio es "PIRATAS" ya que vamos a robarle la clientela a GF :icon_cheesygrin: y aparte me gusta ese nombre para un gremio porq suena agresivo.

  • Bueno, veo que varios han puesto su sugerencia para el nombre. Ya tenemos:

    *Alatriste
    *Flipados
    *Nómadas
    *Hispanos
    *Piratas

    En cuanto a estos dos últimos, no sé qué les parecerá, pero creo que queda bueno juntarlos y que sea "Piratas Hispanos", digo no sé, se me acaba de ocurrir unir ambos xDD. También podría ser "Renegados", luego ya lo veremos, mientras tanto a seguir sugiriendo :icon_mrgreen:

  • piratas no me gusta me suena a plagio del .es

  • Como dice una buena amiga mía "Haya paz" ;). Es lógico que tal vez algunos nombres o partes de nombres nos suene conocido, no olvidemos que estuvímos bastante tiempo en el .es y hemos visto pasar un chorro de gremios de todos los colores xD..... Debemos recordar que a medida que se vayan sugiriendo más nombres, algunos quedarán descontados y sólo seguirán en pie los más votados (x decirlo así). Por lo tanto, como dije antes, a seguir sugiriendo, go go!!! B-)

  • El Capitán Alatriste es un personaje creado por el escritor Perez-Reverte, miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Las novelas están ambientadas en la época de los Tercios Españoles, la pérdida de las colonias y las constantes guerras contra los herejes (Ingleses, Holandeses, Franceses, Turcos, etc).
    Alatriste es un soldado de esos Tercios (qué eran los Tercios?), siempre acompañado por su "hijo adoptivo" Íñigo de Balboa que es quien narra las historias.
    Como son 5 libros creo, no es plan de resumiros todos, voy a poneros uno de mis fragmentos preferidos seguro que os gustará:

    Os pongo un poco en antecedentes, Alatriste se dirige hacia una taberna italiana donde pretende encontrar a las personas que han amenazado a Íñigo Balboa (que pasa ya de los 20 años y es también soldado junto a Alatriste). Pero en el camino sucede lo siguiente:
    Y llegando casi arriba, al apartarse para no pisar lo que no debía, el capitán estorbó, sin pretenderlo, el paso a dos soldadoes que bajaban. Vestían a la española, aunque moderados: sombreros, espadas y botas.

    • Váyase enhoramala a incomodar a otra parte -rezongó uno de ellos, en castellano, malhumorado, con ademán de seguir adelante.
      Alatriste se pasó despacio, casi pensativo, dos dedos por el mostacho. Era gente cuajada, militar sin duda. En la treintena larga. El que había hablado era bajo y fornido, con acento gallego. [...] El otro era alto y escurrido, de aire melancólico. [...]
    • Lo haría con mucho gusto -respondió con sencillez-, y en vuestra compañía, además, si no tuviera otras ocupaciones.
      Los dos hombres se habían detenido.
    • ¿En nuestra compañía?... ¿Para qué? -preguntó desabrido el más bajo.
      Encogió los hombros Alatriste, como si la respuesta fuera de oficio. En realidad, se dijo, no quedaba otra. Siempre la perra reputación.
    • Para discutir un par de puntos de esgrima... Ya saben: compás, líneas rectas, vuelta de puño y todo eso.
    • A fe mía -murmuró el más bajo.
      No dijo a fe de caballero, que era lo usual en quienes estaban lejos de serlo. Alatriste advirtió que los dos lo estudiaban con mucho detenimiento y no pasaban por alto la buena toledana (la toledana es la espada, viene de Toledo famosa ciudad donde se hacían espadas) que llevaba a la cintura, la daga cuya empuñadura asomaba tras el riñón izquierdo -su mano correspondiente la rozaba como al descuido-, ni las cicatrices que tenía en la cara. La pistola no podían verla, oculta como estaba por el faldón del herreruelo, pero también estaba allí. Suspiró en sus adentros. Aquello no estaba previsto, pero las cosas eran lo que eran. Y no había más. En cuanto a la pistola esperaba no verse obligado a dispararla. Más amigo de prevenir que de ser prevenido, la llevaba encima para otro menester.
    • Mi amigo está de mal talante -terció el soldado alto, conciliador-. Acaba de tener un problema ahí arriba.
    • Lo que yo tenga es cosa mía -dijo el otro, hosco.
    • Pues lamento decir a vuestra merced -respondió Alatriste con mucha flema- que si no cambia de modales tendrá un problema más.
    • Mire vuestra merced lo que habla -repuso el más alto- y no se engañe por cómo viste mi compañero... Le sorprendería saber cómo se llama.
      Alatriste, que escuchaba sin apartar los ojos del más bajo, encogió los hombros.
    • Entonces, para evitar confusiones, vístase como se llama, o llámese como se viste.
      Se miraron los otros, indecisos, y Alatriste apartó unas pulgadas la mano izquierda de la empuñadura de la vizcaína (una especie de cuchillo). Aquellos dos, se convenció, tenían maneras de gente cabal. No parecían apuñaladores de callejón, o por la espalda. Bajo las ropas de soldados se olfateaba gente fina: limpios, serios; entretenidos de algún noble o general, ventureros de buena familia que servían un tiempo en la milicia para darse brillo. Flandes e Italia estaban llenos de ellos. Se preguntó cuál habría sido el conflicto que malhumoraba al más bajo y fuerte. Una mujer, tal vez. O mala racha en el juego. Aun así, el motivo se le daba un ardite: cada cual tenía sus propios fastidios.
    • En cualquier caso -añadió, ofreciendo una salida honorable-, tengo un asunto urgente que atender ahora.
      El más alto pareció aliviado al oir aquello.
    • Nosotros entramos de servicio dentro de dos horas -comentó.
      Su acento también era peninsular de allá arriba, aunque más seco. Asturiano quizás. Y el tono era veraz, sin que sonara a excusa. Digno. Todo podía haber terminado allí, pero su compañero no compartía ese ánimo conciliador. Miraba a Alatriste con la oscura tenacidad de un perro de presa que, furioso tras perder a un zorro, se atreviera con un lobo:
    • Hay tiempo de sobra.
      Alatriste volvió a acariciarse el mostacho. Aquélla no era feria de ganancia. Enredarse a mojadas con uno de esos indivíduos, o con los dos, podía ocasionarle disgustos. Le habría gustado dejar las cosas como estaban, mas ya no era fácil. Complicaba las cosas el puntillo de honra de cada cual. Y él mismo empezaba a irritarse por la contumacia del fulano.
    • Pues no malgastemos verbos -dijo, resuelto.
    • Considere vuestra merced -apuntó el alto, todavía comedido- que no puedo dejar solo a mi compañero. También tendría que batirse conmigo... Después, claro. En todo caso de que...
    • Basta de palabras -lo interrumpió el otro, encarándose con Alatriste-. ¿Adónde vamos?...¿A Piedegruta?
      Lo miró Alatriste muy fijo, tomándole la medida. Ahora sentía reales ganas de meterle al gallito importuno una cuarta de acero en las asaduras. Por la sangre de Dios que, de ahí a poco, sería cosa hecha. Y al acompañante, de barato: dos al precio de uno, campo a través. Así les cobraría, al menos, las molestias.
    • La Puerta Real está más cerca -propuso-. Y tiene un pradillo discreto, pidiendo a gritos que alguien se tumbe en él.
      El más alto suspiró con resignación.
    • Éste señor soldado necesitará un testigo -dijo a su compañero-... No vayan a decir que lo asesinamos entre dos.
      Una sonrisa distraída torció la boca de Alatriste. Aquello era razonable, considerado. El duelo estaba prohibido en Nápoles por premáticas reales, y quien las transgredía iba a la cárcel, o a la horca si no tenía quien le valiera; pero siempre resultaba descargo atenerse a las reglas, y más si con gente de cierta calidad era el negocio. Todo, concluyó, sería cosa de matar a uno -al más bajo, sin duda- y dejar al otro en condiciones de contar que se habían batido de bueno a bueno. Aunque, sin testigos, igual podía matarlos a los dos, y si te he visto no me acuerdo.
    • Podemos arreglarlo de camino, si tienen la hidalguía de aguardar un momento .señaló hacia lo alto de la calleja, donde ésta hacía un codo a la derecha- ... Tengo un asunto que resolver ahí.
      Asintieron los otros, tras mirarse entre ellos algo desconcertados. Entonces, dándoles la espalda con mucha calma -la vida le había enseñado a quién dársela y a quién no, y confiaba en no errar al respecto-, Alatriste subió los últimos escaloncillos de la cuesta mientras escuchaba los pasos de los españoles venirle detrás. Pasos tranquilos comprobó satisfecho de habérselas con gente razonable. Tras doblar el codo, cruzó un arco, donde campeaba la muestra de una taberna. Comprobó las señas antes de pasar el umbral, y sin preocuparse más de sus sorprendidos acompañantes, se arriscó el sombrero y procuró que espada y vizcaína estuvieran como debían estar para salir sin embarazo. Luego se abrochó las presillas del coleto de búfalo que vestía bajo el herreruelo, palpó la pistola y entró en el local.
  • segunda y última parte, en la taberna:
    Era una de las malas bayucas del lugar: un patio con porche donde estaban las mesas. Por el suelo de tierra picoteaban gallinas. Los parroquianos eran una veintena y no de buena estampa, italianos de aspecto. En alguna mesa jugaban naipes, con algún mirón de pie que lo mismo podía estar disfrutando de las partidas que haciéndole a los incautos el espejo de Claramonte.
    Alatriste se arrimó discreto al tabernero, y en un aparte, ensebándole la palma con un clarín de plata, preguntó por Giacomo Colapietra. Un momento después se hallaba junto a una mesa donde un individuo angosto y de carnes muy a teja vana, con pelo postizo y bigote en cola de vencejo, bebía con un par de esmarchazos de mala catadura, de los de baldeo, rodancho y cuello deshilachado y almidonado con grasa, mientras jugueteaba con una baraja.

    • ¿Podríamos hablar aparte vuestra merced y yo?
    • El florentín, que en ese momento separaba reyes y sotas, alzó un ojo guiñando otro, inquisitivo. Después de observar al recién llegado, frunció los labios con recelo.
    • Noscondo niente a mis amichis -dijo, señalando a los consortes.
      Tenía el habla remostada por un tufillo a lo barato, de vino primero bautizado y después descomulgado. De reojo, Alatriste calibró a los mencionados amichis. Italianos, sin duda. Bravi, pero de pastel. Aquellos guiñaroles no parecían gran cosa, aunque tenían a mano herreruzas cortas. Sólo el tahúr no la llevaba: de su cinto pendía un agujón de palmo y medio.
    • Me han dicho que andáis alquilando cuchilladas, señor Giacomo.
      (explico por si alguien se pierde: contratando a matarifes para matar a Íñigo Balboa)
    • Non bisoño nesuno piu. (No necesito ninguno más)
      La mueca de Alatriste parecía una astilla de vidrio.
    • No me explico bien. Las cuchilladas van para un amigo mío.
      El tal Colapietra dejó de mover las cartas y miró a sus cofrades. Después observó a Alatriste con más atención. Bajo el bigote engomado mostraba una sonrisa suficiente.
    • Me cuentan -prosiguió Alatriste, sin inmutarse- que habéis tarifado un disgusto para cierto joven español a quien aprecio mucho.
      Al oír aquello, Colapietra se echó a reir, despectivo.
    • Cazzo -dijo. _(Que te jodan) _
      Luego, marrajo y amenazador, hizo ademán de levantarse al tiempo que sus compañeros; pero el movimiento fue mínimo. El tiempo que tardó Alatriste en sacar la pistola del herreruelo.
    • Sentados los tres -dijo, tranquilo y despacio, viendo que le entendían el concepto-. O me voy a cagar en vuestras muy putas madres... ¿Capichi?
      Se había hecho el silencio alrededor y a su espalda, pero Alatriste no apartaba la vista de los tres caimanes, que se habían puesto pálidos como cirios.
    • Las manos sobre la mesa y las espadas lejos.
      Sin mirar atrás por no mostrar incertidumbre, pasó la pistola a la zurda y apoyó la diestra en la empuñadura de la toledana, por si había que tirar de ella para abrirse paso hacia la puerta. Ya lo había calculado al entrar, incluida la retirada calleja abajo. En caso de que las cosas se desbordaran, todo sería llegar a la plazuela del Chorrillo, donde no iba a faltar quien le echara una mano. Podía haber ido acompañado, por supuesto: (menciona a varios compañeros del destacamento). Pero el efecto teatral no era el mismo. Ahí radicaba el arte.
    • Ahora escucha, cabrón.
      Y arrimando mucho el caño de la pistola a la cara cerúlea del tahúr -a quien se le había caído la baraja al suelo-, sin levantar la voz, con verbos precisos e inequívocos, Alatriste acercó también el mostacho, y estuvo así un buen rato, pormenorizando lo que iba a hacer con Colapietra, con sus menudillos y con quien lo engendró, si algún amigo suyo era incomodado tanto así. Incluso un resbalón en la calle, una caída accidental, bastarían para que viniese a ajustarle cuentas al florentín, como responsable; hasta de diarreas o cuartanas iba a pasarle minuta. Y él, que por cierto se llamaba Diego Alatriste y posaba en el cuartel español, donde Ana de Osorio, no necesitaba alquilar a nadie que diera cuchilladas en su lugar. Entre otras cosas, porque para esos menesteres solían alquilarlo a él. ¿Mas capichi?
    • Así que oído al parche: me tendrás aquí, o en cualquier esquina oscura, para abrirte una zanja de un palmo... ¿Me explico?
      Asintió breve el otro, desencajado. Con aquella cara, el inútil puñal que lucía al cinto acentuaba su aire patético. Los ojos claros y fríos de Alatriste, a sólo unas pulgadas de los suyos, parecían sacarle la mojarra. También se le había ladeado un poco el peluquín, y su miedo podía olerse: húmedo y agrio. Descartó el capitán la tentación de torcérselo más con el cañón de la pistola. Nunca era previsible lo que hacía saltar a un hombre.
    • ¿Está todo claro?
      Como el agua, volvió a asentir sin palabras Colapietra.
      Apartándose un poco, el capitán observó de soslayo a los consortes del florentín: seguían pasmados como estatuas, mantenían las manos sobre la mesa con angelical inocencia, y diríase que aparte de robar a sus madres, asesinar a sus padres y prostituir a sus hermanas, no habían hecho nada malo en sus pecadoras vidas. Luego, sin bajar la pistola ni alejar la mano de la empuñadura de la temeraria, en un silencio donde se oía el revolotear de las moscas y el picoteo de las gallinas, Alatriste se retiró de la mesa y anduvo hacia la puerta sin volver del todo la espalda, atento al resto de los parroquianos, quietos y mudos. En el umbral se topó a los dos españoles que lo habían seguido y presenciado toda la escena. Le sorprendió verlos allí. Concentrado en lo suyo, los había olvidado.
    • A lo nuestro -dijo, ignorando sus caras de asombro.
      Salieron los tres a la calleja, sin que los otros abrieran la boca, mientras Alatriste bajaba el perrillo de la pistola y se la metía en el cinto, bajo el herreruelo. Luego escupió al suelo, entre sus botas, con aire irritado y peligroso. La cólera fría que había ido acumulando desde el encuentro con sus acompañantes, sumada a la tensión de la taberna, necesitaba desahogar los malos humores, y pronto. Le hormigueaban los dedos de ansia cuando rozó la cazoleta de la espada. Mierda de cristo, se dijo, estudiando con ojo experto futuras cuchilladas. A fin de cuentas, quizá no hubiera que llegarse hasta la Puerta Real para tocar los cascabeles y resolver aquello. Al primer mal gesto o mala palabra, decidió, tiraba de vizcaína -el sitio era angosto para danzas toledanas- y los tajaba como a verracos allí mismo, aunque eso le echase la justicia y al virrey mismo encima.
    • Pardiez -dijo el más alto.
      Miraba a Diego Alatriste como si lo viese por primera vez. Y el compañero, lo mismo. Ya no fruncía el ceño, y en su lugar mostraba un talante pensativo, de mal disimulada curiosidad.
    • ¿Todavía quieres seguir adelante? -preguntó a éste su camarada.
      Sin responder, el más bajo mantenía los ojos en Alatriste, que le sostuvo la mirada mientras hacía un ademán impaciente, invitándolo a dirigirse a donde resolver la querella.
      Pero el otro no se movió. En vez de eso, al cabo de un momento se quitó el guante de la mano derecha y la ofreció, desnuda y franca.
    • Que me lardeen como a un negro -dijo- si me bato con un hombre así.
      ya he escrito demasiado, no es plan de destripar el libro.
      espero que os guste, y aunque no sea finalmente el nombre del gremio, os pique el gusanillo de la curiosidad y leáis los libros.
  • Viendo lo q principalmente dijo Salvatore.. propongo q nos llamemos Turcos o Los Turcos.
    Si, si, lo saqué de FFVII q son el grupo q hacen el trabajo sucio a la compañia Shin-Ra.

    PD: Por lo menos está en español el nombre, además turco en turqués no es turco. ¿O si? :-?