Pensar que durante un momento quedo estupefacto, al no poder creer lo que veía se dirigió corriendo hacia ella; tomando su rostro inerte, blanco como el mármol, y empapado de agua. Mientras golpeaba el pecho de la joven con las dos manos se rehusaba a esa realidad, recordaba todos sus momentos juntos. El frío de su piel lo hizo desistir.
Volvió a su mente su sonrojado rostro, mientras cerraba los ojos. El ébano en los ojos de la muchacha podía derretirlo, sin embargo, no iba a profanar sus párpados para ver la marca de la muerte.
Hubiera querido por un momento, él, dejar de hacerse el difícil y contarle a la viva mujer todo lo que había sentido. Tomó una silla y se sentó al lado de ella, tomó su mano y la apoyó en su cara, intentando que ella sienta las lágrimas. ¡Como si lo sintiera, empapada de agua, ahogada! Ante una situación similar ella diría que él habría perdido el juicio, los jueces, los culpables, y los abogados.
Dio vuelta la cabeza el príncipe, para encontrarse con la figura de la gemela de la ahogada y darse cuenta que eran idénticas en serio.
- Por favor, sécala, les traeré una gala de funeral a las dos. - Contestó taciturno el joven.
La gemela asintió con la cabeza y el joven salió del cuarto, mientras tocaba las columnas de marfil de la sala recordaba como jugaban juntos.
- No me quiero casar - Oyó, esa voz de niña que antes ella tenía. - Quiero ser por siempre una niña, jugando contigo.
Pensó que se estaba volviendo loco, pero vio textualmente las escenas de batallitas, las espadas de madera talladas a mano, sus cabellos largos. Quiso tocar a la niña, a la versión pequeña de su amada, pero cada vez que lo hacía, se desvanecía como el vapor.
Cayó de rodillas al suelo, llorando de dolor, gritando, invocándola.
Cuando quiso cometer la locura de desenvainar su daga, la fuerza de una mano de mujer la tiró al suelo. Esa mano acarició su cabeza y se hizo frente fantasmalmente. Era ella. Sentada en frente
El muchacho titubeaba y la fantasma le interrumpió
- Ya me viste muerta, ¿De qué te preocupas, amor? ¿De que no vuelva? Maldito egoísta.
- De egoísta tengo tres pelos, no tienes derecho a decir eso. - Vociferó el chico. - Además...
- Soy una ilusión, no te vuelvas loco hombre, que te falta poco para ser rey. Vuelvo, ¿Quién te dijo que no?
- La loca aquí siempre fuiste tú, no me ofendas. - El principe se sacaba de quicio contestándole.
- Te ofendo porque no puedes tocarme, cuando vuelva, no me harás nada. - Dijo ya levantándose y acercándose la amada. - Y no te besaré por el simple hecho de que me cuesta barbaridades tocarte, ya lo haré.
Desapareció la ilusión y escuchó tosidos, corrió a ver a las hermanas y la muerta tenía una sonrisa en su rostro y abrió los ojos. El joven echó a reir, tocó su frente y se percató de la alta fiebre, allí se desmayó.
La muerta se levantó del lecho, se sentó de cuclillas en frente del desmayado, tomó su cabeza y la apoyó en su pecho, todavía frío. La muerta no era más muerta, la fiebre le bajó rápidamente a él y ella recuperó su temperatura.
- ¿Ves? - Y ella sonrió, sus mejillas enrojecieron - No me haces nada.
Le robó un beso y llamó a su hermana, que ya parecía una estatua observando a su gemela.
- ¡Vamos a tomar el té! - Exclamaban mientras sacaban otro colchón del armario y acostaban al "robado", lo cubrieron con una manta nueva y se fueron al patio. Se fueron por la puerta que apuntaba al oeste, que llevaba directo al patio.
¿Quién diría que éste cuento se encuentra debajo del Océano Pacífico?